18 feb 2010

Los diálogos de Nicomedes con el tío «Viñegras»

Me acuerdo de un hombre que vendía a «real» el cántaro de agua. Traía en el «chaxi» de un carro de varas una cuba grande, sujeta a aquél con muchos alambres y cordeles, y una reluciente trompeta, que hacía sonar para anunciar su llegada. A mí me parecía entonces que venía de muy lejos, y yo suponía que el «tío» Viñegras era un hombre de otro mundo distinto al nuestro cuando le veía bajar por el camino del Pinarcillo sentado en la cara del carro, sujetando a duras penas entre él y su vieja muía el peso de la cuba, llena de agua.
De aquel agua tan rica de las fuentes de Machín, Bujeritos y Párraces, que brota bajo esas zarzamoras tan sabrosas, que nosotros algún tiempo después comíamos con avidez tras no pocos arañazos y de un alarde de valentía al atrevernos a ir más allá del Pinarcillo y de la Amaya.
Llegaba, como os decía, el «tío» Viñegras al teso nuevo pasando por delante de la puerta del «tío» Galeote, aquel matachín de cerdos tan alto y tan apretado como un ciprés, y hacía su primera parada frente a mi casa, donde casi todas las mañanas le esperaba el señor nicomedes, ese hombre menudito con fueros de emperador, sobre todo cuando se trataba de guardar sus dominios (léase Paseo de la Alameda), que era su ilusión. Juntos se tomaban un «perro gordo» de aguardiente de orujo, al mismo tiempo que discutían con verdadera pasión si las lilas o los lirios del Paseo habían florecido antes que los de Machín, o bien que la helada de aquella noche había sido mayor que la anterior, hasta el punto de que raro era el día que no se separaban sin decirse adiós por no haberse puesto de acuerdo. Pero era igual; a la mañana siguiente estaban otra vez juntos. Y así un día y otro día, hasta que el «tío» Viñegras dejó de venir con su cuba de agua y su trompeta reluciente.

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