17 nov 2009

Del Arévalo viejo (y 2)

LO QUE ERA Y LO QUE ES LA PLAZA DE LA VILLA

Postrimerías del mes de junio inquieto y verbenero. En una de sus noches cálidas y alegres como sonajas de pandereta, me he alejado del “mundanal ruido” y me he dejado deslizar por la calle de Entrecastillos para llegar a las Almenillas –futuro mirador arevalense-, y desde ellas he visto a la luna mirarse coquetona en las claras y limpias aguas del Adaja, mientras por el fondo, allá en la loma por donde vierte sus aguas el Arroyo de la Mora, cruza velozmente el rápido de Irún, haciendo estremecer las entrañas de la tierra. Más a distancia se divisan las luces de “Martimuñocillo”, que años atrás permanecía como una sombra en la lejanía. En este recrear de mi espíritu desciendo por la calle de San José a San Martín, dejo a mi izquierda el Teso Viejo, vivero un día de trillos de Cantalejo, y llego, hasta la iglesia de San Nicolás -antigua morada de nuestro Patrón, San Victorino-, y desde aquel lugar me quedo contemplando la belleza de las torres gemelas de San Martín y elogiando el gusto arquitectónico que tuvieron aquellos genios de esta obra, hoy monumento nacional. Me acerqué más y más para admirar los capiteles recién restaurados, y de súbito mis ojos se clavaron en la parte baja de los soportales, y dos lágrimas –también gemelas- se deslizaron por mis mejillas, que recogí en el pañuelo como reliquia eterna y como recuerdo también del último adiós a la que de niño me tuvo en su regazo. Para desvanecer aquel agudo momento, torné la vista hacia la plaza de las Pajaritas y me adentré por el callejón que da entrada a la plaza, y al verla fundida de nuevo “como funden las campanas”, exclamé: “Los años han pasado a paso de gigante; tantos, que mi pelo, ayer negro como el azabache, hoy se ve poblado con hilos blanquecinos. Nada por ello importa. La vista y el alma son siempre jóvenes, mucho más cuando tengo delante a esta plaza de la Villa, que si ayer estaba corroída por la acción del tiempo, hoy se nos muestra como una filigrana del arte.” Llego a la fuente, y una interrogante rompe mi silencio admirativo: ¿Qué dirían al verte Bonifacio y la Simona, y Santiago, y la Gabina, y todos los que como yo pasamos horas y horas esperando llenar el cántaro del líquido elemento? Por todo el perímetro de la plaza miro embelesado –como si fuera un turista extranjero-, y de los encantos que encierra no sé de manera determinada a dónde encaminar mis pasos. Piso empedrado. Fachadas enjabelgadas de estilos multiformes. Un antiguo Concejo con una soberbia fachada, donde el contraste de su colorido da un bello realce al enverjado de sus ventanas y balcones. Y la calle del Clavel, y el rinconcito que da arranque a la bajada a la Corraliza, y el robusto ciprés, y sus faroles, y su encintado, y todo en fin, que la dan lozanía, vitalidad, elegancia y belleza para competir con las plazas mejores de España, necesitan un cantor de academia, no yo, pobre de mí, que sólo por mantener a flote el palacio ideal de una quimera y el recuerdo de un pasado, pretendo, ¡nada menos!, que parangonarme con las plumas más destacadas de mi suelo patrio, sin advertir que dentro de su propio recinto hay un fino y estilizado poeta, el gran Nicasio Hernández Luquero, que si bien miles de veces la cantó cuando su ropaje caía en desuso, hoy que, está tocada con sus galas mejores, que ese genial cerebro –todo oro de ley- que de él vierta unos quilates y deje sobre el papel un recuerdo a las generaciones venideras de la historia de esta gran plaza y de su linaje castellano.
Es una hora indeterminada del amanecer. El tiempo invita a seguir deambulando por las calles, y así, con aire de trovador, me voy por la calle de Santa María al Picote, zigzagueando la vista por la calle de Sedeño y Cárcabo; llego a la plaza de San Pedro, a mi izquierda dejo a la calle del Perú y Garbanza, bajo al puente de Medina, y por el postiguillo encamino mis pasos hacia la huerta que un día fuera de mi abuelo Inda, y ya frente al castillo, para recrearme aún más, leo en alta voz –como serenata estival- a mi fiel colaborador el Eco este humilde canto, y éste, sin quitar ni poner, pero con voz dulce y sonora, me recrea el oído, y henchido de gozo desanduve lo andado, y solamente al llegar a la plaza de la Marquesa, en donde yo naciera, me dije: “Ayer niño, hoy hombre ya, has fundido la alegría y el dolor, el pasado y el presente, y como todas las viejas raíces del árbol secular has dejado en el crisol toda la amalgama histórica de la plaza de la Villa y del Arévalo viejo, como recuerdo imperecedero de dos noches dispares, para regalarlas a tus paisanos, porque así se lo merecen.”

No hay comentarios:

Publicar un comentario