9 nov 2009

Del Arévalo viejo

LO QUE ERA Y LO QUE ES LA PLAZA DE LA VILLA

Era una noche de crudo invierno. No nevaba, pero, por la intensidad del hielo, rebrillaban las losetas de las aceras bajo el efecto de un claro de luna. El reloj de Santo Domingo dejaba entrever, por la tenue luz que iluminaba su esfera, las veintitrés treinta de la noche, y su campana, siempre en rebeldía, hacía sonar las veinticuatro. En la plaza de José Antonio -antigua del Arrabal- era tal su silencio, que más que plaza central de una ciudad parecía un río dormido. El ladrido acompasado de un can me advierte que alguien viene. Son dos guardias municipales haciendo su recorrido nocturno. Una vieja arropada en su mantón, y agarrada a ella una niña como de unos doce años, cruzan a prudente distancia. Paseo por los soportales, consumiendo chupada tras chupada un enclenque cigarrillo. Para mi espíritu bohemio, es aún temprano para recogerme. La soledad, que siempre se adueña del errante peregrino, me empuja hacia delante sin saber dónde ir. De pronto fluye a mí una idea. Recorrer el Arévalo viejo, en donde mi vida cobró forma. Me puse a caminar y llegué frente al arco que da acceso a la plaza del Generalísimo. Le crucé, y al adentrarme en ella, la encontré de igual forma que a la otra que dejara. ¡Sin nadie! El vacío me aprisionó el alma; estuve indeciso si continuar o retroceder, pero dirigí la mirada hacia la calle de Santa María, y un vivo recuerdo me hizo avanzar a paso doble hasta llegar a ella. Nada más de entrar en ella me sentí de pronto infantil. Llegaba frente a la casa que fue de Darío del Confitero. Los “turcos” de perrilla y los pasteles de ron de dos un real me parecía estarlos cogiendo con la mano, y hasta la voz de aquel hombre bonachón me parecía oír invitándome a que pasara al patio a coger unos pocos de perillos “sanjuaneros”. los pies me hicieron abandonar este almibarado lugar de otros tiempos, y seguí andando, y a medida que lo hacía, iba refrescando la memoria y nostálgicamente fui recordando este trozo industrial -arteria un día de esta noble villa- y me parecía sentir el aserrar en el taller de carpintería de Aureliano Clavo, y el martilleo incesante de la herrería de Agustín Martín, y cuando di vista al palacio del marqués de los Altares, me parecía aún ver a Santiago Vega envuelto en su flamante capa “pelando la pava” con la dama que tras el artístico enverjado de un gran ventanal había elegido para hacerla su esposa. Y la sonrisa de la señora Romana, y la “Tía Camuesa”, y los señores don Agustín Martí y don Ricardo Vega; Rufino “Panete”, Gonzalo González, Silvestre Blanco, Macario el zapatero y toda la familia del señor Martín el panadero, parecían invitarme a su recordatorio. ¡Qué recuerdos tan gratos! Con ellos había llegado frente a la altiva torre de Santa María la Mayor, donde tantas y tantas veces hice voltear de muchacho sus campanas, y en su iglesia, amparado en la inconsciencia de los años, cometía la travesura de atar los flecos de los mantones a las viejas devotas en las novenas de la Candelaria. El agudo relente que, encallejonado, se filtraba por el arco de la torre, me hizo dar un brinco que me dejó en la plaza de la Villa. Cuajado estaba de ilusiones, pero la realidad pronto me las mató. ¡También la encontré sola! Un agudo dolor hizo presa en mí. Con la mirada hacia lo alto y desilusionado por el vacío, quise rasgar el Cielo para ver si se asomaba Isabel, aquella Gran Reina que, cual yo, vivió en sus años de infancia los días más felices correteando y jugando, y decirla -sacando fuerzas de flaqueza-: “¡No acongojes tú tampoco, que estos tiempos otros traerán!” En este soliloquio de angustia pasó un momento, y cuando volví la vista hacia lo infinito, encontré por respuesta una densa nube que me dejó en penumbra. Entre mis manos oculté la cara, y, sin saber cómo, mis labios comenzaron a musitar este lamento:

¿Dónde estás plaza la Villa,
que te busco y no te encuentro?
¿Dónde está aquella alegría
que viví en mis tiernos años?
¿Dónde aquella algarabía
de la “cola” de tus caños?
¿Dónde la que me endulzaba
la vida siendo muchacho?
¿Dónde estará la Clotilde,
la del bizcocho borracho?
Cada vez que te recuerdo,
mi alma llora por dentro.
¿Dónde estás, plaza la Villa,
que te busco y no te encuentro?

¿Dónde estará el relojero
que arreglar tu reloj pueda?
¿Dónde estará la campana
y dónde estará la “queda”?
¿Dónde las mozas y mozos
que platicaban de amor?
¿Adónde está la gaitilla
y adónde se fue el tambor?
Cada vez que pienso en ti,
mis recuerdos reconcentro.
¿Dónde estás, plaza la Villa,
que te busco y no te encuentro?

¿Dónde está la juventud
que después de su plegaria
bailaban en ancha rueda
honrando a la Candelaria?
¿Dónde están aquellos puestos
de abundantes avellanas?
¿Dónde los viejos y viejas
de las jotas castellanas?
Bella plaza, yo te busco
por tarde, noche y mañana.
Si es que estás dentro de casa,
asómate a la ventana.
Mira que yo sufro mucho,
mira que lloro por dentro.
¿Dónde estás, plaza la Villa,
que te busco y no te encuentro?

Ha sonado la una de la madrugada. Los graznidos de la lechuza se suceden incesantes. El frío ha penetrado en mi enflaquecido cuerpo, y ante el temor de que una pulmonía clave sus garras en él, inicio mi retirada; pero al tiempo de hacerlo, mis ojos quedan fijos en un lugar determinado de esta castiza plaza, y mis labios, al unísono, empiezan a pronunciar los nombres de la Vicenta “la Herrera”, la Fermina “la Calera”, la Micaela “la Puchera”, la Pepa “la Panadera”, la Antonia “la Pelliquera” y la Boni “la Pregonera”, sexteto que año tras año, y en reñida pero amigable competencia jugarán su típica partida de brisca, con tal expectación, que parecía más bien la estampa de una zambra gitana. Y al fin me fui llevando el alma preñada de recuerdos, y tan infantil me sentí aquellos instantes de una noche cruda y fría de invierno, que ya en el blanco lecho, al quedarme dormido, lo hice pensando que al día siguiente tenía que ir a la escuela.

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