1 nov 2009

El puente y el cementerio

Para subir a nuestra bella y evocadora necrópolis, necesariamente hay que cruzar el discutido y arenoso Adaja, atravesado por un milenario puente llamado antiguamente «Puente Plano», por abrazar la planicie la mayor parte del barrio de San Esteban, iglesia desaparecida en el siglo XVI, y que estuvo situado en lo que es hoy matadero municipal; después, se denominó de Valladolid, por ser el camino más recto para ir a la ciudad del Pisuerga, y en los tiempos que corremos le conocemos los arevalenses por el del Cementerio.
El puente, sencillo, romano y de arcos desiguales y bajitos daba paso a la cañada de Toledo, y a pesar de su consistencia no pudo aguantar la espantosa riada del 1778. El Adaja se salió de madre, rebasó con creces su cauce habitual, invadió las riberas en proporciones inusitadas y la fuerza de las aguas arrastraron dos machones y un pretil contiguo al ruinoso y reseco Caño de la Sarna.
Sus siete ojos chiquitines y ciclópeos manifiestan claramente la inexistencia de esa galena, o camino longitudinal que muchos ignorantes creen, y hasta aseguran, que se comunica con el castillo de Coca, cuando en realidad no es otra cosa que una pequeña e ingeniosa bóveda que en el antiguo arte de la guerra servia de defensa y maniobra para impedir la entrada de quienes osaran asaltar nuestra atrincherada y vencedora villa.
Por los destrozos del desbordamiento del Adaja, quedaron incomunicados muchos pueblos de las provincias de Segovia y Valladolid. Entonces, los regidores y corregidores de Arévalo y su tierra acordaron reconstruir y reparar el puente de tal manera que desafiara incólume el ímpetu de las aguas.
Los trabajos se llevaron a efecto sin demora ni descanso, y en el dintel del arco ojival que había a la entrada del puente sostenido por la muralla, se leía esta inscripción: «Reinando Carlos III y siendo su corregidor de esta villa don Juan Antonio Sigüenza (Abat) se reedificaron estas obras a las que contribuyeron los pueblos de treinta leguas en contorno. Año de 1781
Durante muchos lustros, la estrechez del arco dificultaba el paso de los carros cargados de mies. El Común de Labradores formuló repetidas quejas al Concejo, a la sazón presidido por don Marcelino Cermeño, quien ordenó a los trabajadores del Plus el urgente derribo, el año 1889, siendo también víctimas de la inconsciente piqueta tres lienzos de muralla, cuyos materiales se utilizaron en el arreglo de algunas calles y en el relleno de la «Carretera del Hambre», que, como todos sabemos, es la que une el puente de Medina con el del Cementerio, construida el año del cólera y que debo su remoquete al hambre que pasaron los enflaquecidos y paupérrimos braceros de nuestro pueblo en aquellos meses de la terrible invasión colérica.
Desde este arcaico y melancólico puente, lleno de lágrimas, de suspiros y de las afecciones más puras, se ve como una grandiosa maceta el Cementerio Municipal. Sus alineados y puntiagudos cipreses se asoman por las albardillas de las rebajuelas tapias para recordar a los vivos la eterna mansión de los muertos. Aunque Carlos III prohibió enterrar en las iglesias, por razones de higiene, en Arévalo se siguió enterrando en ellas, siendo el último cadáver el de don Pedro Pascual Morera, administrador de arbitrios provinciales, depositado en el atrio de San Juan el 11 de noviembre de 1839. Desde esta fecha hasta fines del pasado siglo reposaron los restos de nuestros antepasados en el patio de armas del memorable y remozado Castillo.
Cubierto el suelo y las anaquelerías de difuntos, el Ayuntamiento eligió otro lugar más poético, más romántico y más alto en las afueras de «Puente Plana», entre las eras del Osario y la línea del Ferrocarril, precisamente donde en tiempos muy remotos se levantaba la ermita dedicada a San Benito, por lo que todavía muchos viejos le llaman también Cementerio de San Benito.
El cercado con tapias de este solar, que medía seis mil metros cuadrados, la cruz de piedra que hay en el centro, la capilla, el depósito judicial y la puerta de hierro se construyó por cuenta del Ayuntamiento el 1896, celebrándose en noviembre del mismo año los dos primeros enterramientos, el del niño Alejandro Tesorero Martín, hijo de un popular guardavacas, y el de doña Vicenta Yañez esposa de un notable y renegado carpintero que se llamó en vida Apolinar García.
A raíz de la bendición e inauguración del Cementerio, la buena sociedad arevalense comenzó a comprar terreno para la instalación de sepulturas perpetuas, y allá por el 1900, Arévalo, deseoso de ponerse al nivel cultural de los pueblos civilizados, dedicó a los muertos el día de Todos los Santos, cubriendo de flores y de coronas los amados lechos mortuorios, encendiendo lamparillas a la memoria de los seres más queridos y llorando y rezando en público ante la tumba de sus deudos.
A pesar de que Arévalo por cientos de razones, es un pueblo sanísimo y afortunadamente corto en mortalidad, pues apenas si llega al ocho por mil, el Ayuntamiento dispuso la ampliación del Cementerio a principios del 1929. Se aumentó el área en cinco mil doscientos metros, se construyó un pozo, se plantaron cipreses y rosales y la caseta de la izquierda, entrando, se convirtió en capilla con los objetos sagrados y religiosos de la ermita de la Salud, que, como recordarán muchos lectores, era donde antes se despedía el duelo.
Sin alarde, ni jactancia, podemos decir muy alto que en ningún pueblo de España, del censo y de la categoría de Arévalo, hay un cementerio ni más bonito, ni más artístico, ni de más valor que el nuestro. En él se pueden ver y admirar relieves, medallas, estatuas, pedestales, lápidas y sarcófagos (alternando con esas modestísimas cruces de madera y hierro fundido), en las que el artista dejó las preciadas huellas de su inspiración e ingenio, y los allegados del muerto, esa lágrima copiosa y sentimental en la que se refleja la ternura y el recuerdo eterno.

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