23 dic 2009

ARÉVALO ES MIS RAÍCES

Recientemente se me entregaba el premio o galardón “Raíces”, que otorga la Comunidad de Casa Regionales de Castilla y León en Madrid. Me gustaba la denominación, más que otra cosa, y todo ello con mi gratitud por delante. Pero algo ha realizado Arévalo conmigo, y que ha sido la existencia de sus raíces en mi personalidad, en mi memoria frecuente y en mi lealtad. Me fui pronto de Arévalo, porque mi inolvidable madre Mercedes quería construir el futuro de sus hijos. Y algo relevante acontecería algunos años después con mis dos hermanas, Raquel y Olga, y yo. Raquel fue una alta funcionaria del Estado, y situada en lugares de relevancia. Olga empezaría haciendo teatro y cine, y habría sido gloriosa si no se hubiera retirado voluntariamente del arte escénico. Fue quien leyó los versos de Unamuno en la Universidad de Salamanca cuando aquel homenaje que hizo el Gobierno de la República a aquel gran profesor. Y yo me fui al periodismo, a la literatura y a estancias constantes de la Historia. Pero sucedía algo, en la naturaleza de mí mismo, que no me alejaba de mis orígenes. Cuando estudiaba en Madrid venía todos los veranos a Arévalo, y después cuando empecé a ejercer el periodismo en Cataluña y en Levante, el Ebro me llevaba inevitablemente al Adaja y el Mediterráneo a las llanuras y a las colinas de mi ciudad de origen. Y ya en Madrid, en aquellos finales de los años cuarenta, mi comunicación con Arévalo era frecuente, obligada por mi propio espíritu y necesaria para reforzar mis pasiones vivas o mis recuerdos nostálgicos. No podía estar sin los símbolos de la Plaza de la Villa, de la Plaza del Real y de la Plaza del Arrabal. No me encontraba a gusto sin los soportales de las tres plazas. Y siempre recordaba mis primeros versos escritos en la casa de mis abuelos, en la calle de Santa María, y aquella comedia que estrenamos y representamos en un corral que había frente a la casa de don Agustín Martí.
Arévalo eran mis raíces y un poco el descubrimiento de la vida. Estudié en las escuelas públicas, y no figuraba en las diferenciaciones sociales. Tuve la gran fortuna de no estar allí durante la guerra civil, y así nadie podría incluirme entre las víctimas o los culpables. Y allí nacería mi primer amor y los comienzos de la lectura de aquella Historia de Arévalo de Juan Montalvo. Precisamente mi primera obra en verso, desparecida, era una de las hazañas contadas en este libro, la confrontación de cristianos que venían del Norte contra árabes que estaban aquí. El famoso duelo para disputarse la villa o la ciudad, y también el amor escondido en el castillo, y cuando tenía lugar la hazaña. Tenía ya entonces una tradición más próxima a Shakespeare, para la denuncia de benditos y malignos, que la de nuestro propio clasicismo. Arévalo me había dado imaginación para la fantasía, para algunas utopías y para el orgullo de la razón o del desdén. Había demasiada historia en Arévalo y todo su alrededor para no hacer trascendente cualquier estímulo literario o de pensamiento.
Ahora, cuando voy a Arévalo, las gentes son otras, pero lo fundamental sigue en su sitio. Mis raíces son tan profundas en Arévalo que siguen siendo inolvidables para mí, mis abuelos Darío y Faustina, y mis amigos, vivos o muertos. Hasta veo a mis viejos maestros por alguna parte, y tengo unos versos que me mandó Leonisa antes de morir. El verso en Arévalo ha sido muy cultivado y eso expresa el espíritu. Mis antecesores venían del ferrocarril y del telégrafo. De la comunicación. Entonces la historia me seduciría en Arévalo y me llevó al verso, al periodismo, a la narrativa, al teatro y a la historia misma en sus intimidades y sucesos.


Emilio Romero
Del programa de Fiestas de 1993

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