13 dic 2009

El arroyo de la Mora

Muy próximo a la ciudad de Aré­valo, pero ya en término municipal de Martín Muñoz de la Dehesa, pa­sado el ferrocarril del Norte, existe un puentecillo en la carretera de Arévalo a Fuente de Santa Cruz, en el que se reúnen las aguas de dos riachuelos o arroyos. Uno titulado el Arroyo de Carias y el otro, el titula­do Arroyo de la Mora.
Corría el año 1467 y reinaba Enri­que IV que tenía su corte en Arévalo, en el Castillo que hoy todavía existe.
A corta distancia de él, y en el mis­mo lugar en que las aguas de dichos dos arroyos afluían y siguen afluyen­do al río Adaja, se levantaba un gran palacio o pequeña fortaleza, con sus fuertes muros y torrecillas, al estilo de tantos otros como existían en aquella época en esta región castellana.
Pertenecía a un riquísimo moro llamado Abraham, de profesión prestamista, el cual tenía una hija excepcionalmente bella. Llamabasé esta Jerifa, después conocida por el nombre de Zulema, al entrar al servido de la Corte.
Y cuenta la tradición que en­contrándose una tarde en el palacio de su padre, en una lujosa habitación, amueblada al estilo oriental, recostada sobre cojines y tapando su rostro con tupido velo, oyó el galopar de un corcel que se acercaba a su Palacio. Momentos después, y previo el permiso correspondiente, se presentó ante sus ojos la apuesta figura de un caballero, que armado hasta los ojos, detúvose ante ella. Y era él, el joven cristiano, capitán de la escolta de Enrique IV que cumpliendo con deber de cortesía, no quiso marchar del Castillo de Arévalo, en misión especial confiada por su Rey, sin despedirse de aquella belleza mora que tanto le atraía. Grandes esfuerzos había hecho Jerifa por enamorar a aquel oven. Aquella era sin duda su última entrevista ya que quizá él no volverla al Castillo de Arévalo.
Era una tarde del mes de Junio del citado año. Al anochecer, allá a lo lejos se oyó el crujir de las cadenas del puente levadizo del Castillo. Notas de clarines y redobles de tambor anunciaban que la comitiva estaba próxima a salir del Castillo. Aquel apuesto galán despidióse de Jerifa. De los ojos de ella brotaron dos lágrimas. Aquel amor en el que tantos días ella pensó, se esfumaba, muriendo por completo su esperanza.
El joven partió veloz a unirse a la comitiva y ella, corriendo hacia la truncada cuesta que se elevaba delante de su mansión, divisó allá a lo lejos la comitiva que pasaba por el Puente de Medina. Era ya casi de noche.

Si yo viviera -dijo- no tendría fuerzas para dejar de vengarme.

Un silencio sepulcral reinaba en aquel lugar, Sólo, cada vez menos perceptible, se oía el ruido de la comitiva que se alejaba. A pocos pasos debajo de aquella truncada cuesta se deslizaba tranquilo el río Adaja.
Extasiada, con su pensamiento fijo en aquel capitán del ejército real que ella creyó enamorar..., lanzó un grito, su cuerpo se lanzó al espacio y segundos después oyóse el seco golpe de su cuerpo con las cristalinas aguas del río.
Nada existe hoy que recuerde este suceso, ya que el tiempo se encargó de demoler aquel palacio moro, del que sólo quedan algunas piedras empotradas en la tierra, cimientos sin duda alguna de él, que están a la derecha del arroyo, que después de su fusión con el de Carias, sigue llamándose Arroyo de la Mora hasta su desembocadura en el Adaja, y el cual debe su nombre a la protagonista de esta leyenda.

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