6 dic 2009

La calle Adoveras

A fines del siglo XVI, cuando Arévalo, por causa de las numerosas con­quistas y de las graves epidemias, no contaba con más de 1.700 habitantes y su edificación sumaba poco más de 100 casas, había por la parte de la Fuente Vieja un inmundo zanjón que, como una pequeña joroba, se extendía lamiendo los tapiales exteriores del convento de los Descalzos y el de los frailes franciscanos, atravesaba la huerta de la Grama, ayer paseo de la Alameda y hoy parque de Gómez-Pamo, hasta desembocar en el Arevalillo por el costado Izquierdo del que fue convento de la Trinidad.
Las aguas fluviales se estancaban en aquel solitario paraje y a partir del mes de mayo, hombres sin oficio co­nocido o artesanos deseosos de cons­truir su inhóspita covacha, se dedicaban a la fabricación de adobes y por las excavaciones que allí hicieron, el amontonamiento y el secadero de tan mísero material, los vecinos, lógica­mente designaron Las Adoberas aques­te antihigiénico lugar, elegido tam­bién por los mozos del Barrio Nuevo para jugar a los naipes, a las chapas y a otros juegos favoritos, juegos que comenzaban con burlas y discusiones, picando el amor propio de los contra­rios, y terminaban a porrazos, o a pe­drada limpia, porque los grupos com­batientes "armados" de pastoriles hondas se solían saludar frecuente­mente con las peladillas de la sucia y cenagosa vaguada.
De aquellas excavaciones y de seis o siete casuchas levantadas por hortelanos y cabreros, tomó el nombre la calle que a los lados de la zanja se formo, pero transcurre el tiempo, y a mediados del siglo XVIII, el licenciado ­don Damián de la Peña, corregidor de los Reales Consejos, en su plan de reformar el arrabal, concedió el terreno gratuitamente, con la con­dición de que los favorecidos cegaran aquel foco de infección, por conside­rar que constituía una gravísima ame­naza contra la salud pública.
El ingenioso tío Pío, que además de ser un buen dulzainero era un exce­lente empedrador, empedró la calle y al trazar la rasante hubo necesidad de darla un pequeño desnivel para que las aguas corrieran hacia el paseo de Invierno.
Era entonces alcalde don Marcelino Cermeño, que sin reparar en mientes, y velando siempre por el bien gene­ral del pueblo, llevó a cabo la proyec­tada obra, luchando contra los dueños de las mezquinas casas porque las fachadas de sus viviendas queda­ban bajas, tan bajas, que para entrar en algunas hay que descender un paso, y en las de la acera de la izquier­da, hasta dos. Calle de leyendas, ro­mances y dramas.
En uno de sus números vivió Aqui­lino el "Saludador", popularísimo cu­randero, cultivador de la socaliña y experto truchimán. Los pueblos del contorno le creían un ser excepcional porque "reparaba" bastante bien las torceduras de brazos, las dislocaciones de piernas y las desviaciones de la clavícula, solamente con media docena de potingues fabricados por él, cuatro signos de su exclusiva invención v unos masajes delicados y cariñosos. Postulaba para la Virgen de Valdejimena, abogada de la rabia, creyendo los bobalicones pueblerinos que con raíces de tomillo salsero, matas de yerbabuena y unas gotas de zarzaparrilla se curaba la hidrofobia; y como la curaba el "eminente doctor perruno” era mandando tirar por el puente todos los canes, agresores y agredidos. Era fervoroso devoto de la Virgen de los Milagros y de la soberana y bondadosa de los Dolores por lo que antes de celebrarse el sorteo anual de quintos, algunas madres de los futuros soldados visitaban al po­bre Aquilino para que la imagen pro­tectora y venerada, accediera y librara al mozo de ir a África o de sacar un número bajo. Las mamás de los agraciados no eran parcas en las limosnas que, por este motivo, Aquilino recibía a manos llenas. Todos los años, por las Pascuas na­videñas, llamaba la atención su pre­cioso y poético "nacimiento" instalado en la oscura salita de su rebajuela vivienda El clásico Belén, con sus pastorcitos, sus mulas, bueyes y ovejas, en­cendía de codicia y admiración nues­tros ojos infantiles.
Cobraba a cinco céntimos la entrada, y cuando la habitación se llenaba de espectadores, Aquilino, con voz "desmayada", nos explicaba el cami­no de Oriente y las aventuras de los Reyes Magos.
Los niños le escuchábamos boqui­abiertos y los mayores callados. Si queríamos ver correr la fuente y desli­zarse el agua por los pedruscos de la montaña, había que echar cinco cén­timos más en la bandeja. Su figura menuda y desmedrada, de ojos tiernos, nariz adunca, anquiseca y acartonada, se embutía en una chaquetilla grasienta y en un tornasolado pantalón, guardando consonancia con el traje de paño gordo y deslucido, sus hatachuelados borceguíes y su sombrero mugriento, redondo y aplastado.
Conocí y traté durante catorce o dieciséis años al respetable Aquilino, y recuerdo que una noche primaveral, un grupo de asiduos concurrentes al establecimiento de mi señor padre se dirigió al horno de Isidoro Marugán, instalado en lo que fue ermita de San José, pegado a las "Almenillas".
El saludador, con permiso del panadero, se asomó al horno que en sus entrañas mantenía temperaturas fantásticas, y sin truco ni artificio se metió en él, dio la "vuelta al ruedo", y ante el estupor y el asombro de la burlona "clientela", sacó una mediana de pan, demostrando al escéptico grupo ser un individuo excepcional e insensible al calor y capaz de hacer con el aliento infinitas cosas raras. Seguidamente desplumó un gallo con las manos sumergidas en agua hirviendo. A continuación se pasó por la lengua un hierro candente haciéndose en ella la señal de la cruz, y por último se “tiró al coleto" un vaso de café cociendo. Allí podemos asegurar que no hubo trampa. Todo fue rigurosa­mente verídico, porque se trataba no de un excéntrico fanático, sino de un hombre que estaba muy acostumbrado a soportar elevadas temperaturas.
Lo que no recuerdo bien es cómo terminó aquello, si en sainete o en melodrama: lo único que recuerdo es que Aquilino el "Saludador", después de sus pasmosos experimentos estuvo dos o tres años sin volver por el esta­blecimiento de mi señor padre. Soltero, setentón y analfabeto, entregó su alma a Dios en enero de 1917.
La calle de las Adoveras, anchita y un poco curvilínea fue dotada de alcantarillado en 1935, pero al enterrar los tubos que se extienden por el centro de la vía no apisonaron bien la tierra, ni siquiera la empedraron como estaba, no sabemos si por falta de administración o de numerario, el caso es que la calle de hondo silencio y humilde vecindario sigue igual de olvidada, sin que nadie se preocupe de su urbanización, de su salubridad, ni de su higiene.

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