Según referencias autorizadas, hará unos cuarenta y tantos años que la atrevida e irresponsable piqueta municipal tiró abajo en Arévalo cuatro bellos arcos, y, poco después, bombos, troneras, fosos y cuevas del castillo. Se alzaban los cuatro arcos a que aludo en los lugares siguientes: a la entrada del puente del cementerio, en las Almenillas, a la salida de la calle de San Juan y en la Encarnación.
Se necesitaban empedrar calles y colocar aceras, y al Ayuntamiento de aquel entonces no se le ocurrió otra cosa que echar abajo bellezas artísticas y sagrados recuerdos del pretérito. Lo que extraña y llena de asombro, es cómo el pueblo no se estremeció al reducir a escombros sus cimientos fundamentales. Esta pasividad, bien meditada, da una idea de pereza mental, de insensibilidad y de amodorramiento, que indigna, por no decir repugna y avergüenza.
Es preciso desempolvar nuestra historia local, y aunque el aire moleste a quienes no pueden colocarse ante las conciencias ciudadanas para explicar atentados inconscientes, un sagrado deber nos obliga a hojear el libro del pasado, para que el sol de la verdad le alumbre y desempolille.
Mal hecho es mal muerto; pero mal hecho es freno del mal que piense hacerse. Y nunca sobra una voz de alerta en el silencio para dar siquiera señales de vida. De todas formas el trampolín de la indiferencia aun está dispuesto a lanzar recuerdos y reliquias, aunque pecaríamos de pesimistas, sino creyéramos que el salto a la nada habrá terminado con el derrumbamiento de la torre de la iglesia de San Nicolás, que, muy en breve, con permiso oficial y reglamentario, va a caer corno un gigante, herido fatalmente, en la fosa común, sin pena ni gloria.
Dos o tres veces hemos presenciado agitaciones ciudadanas: una pidiendo pan barato y la otra o las otras dos rugiendo la opinión amenazante e iracunda: «¡novillos!» «¡novillos!» Es curioso: nuestro pueblo ha bailado siempre la más sincera danza hispana al compás castizo y marchoso del conocido pasodoble «Pan y Toros», zarzuela popularísima. Esta herencia procede, creo yo, de nuestro bárbaro antecesor y paisano el alcalde Ronquillo, que en gloria esté.
Sí; esta herencia al encogerse de hombros, al tirar monumentos artísticos y al creer en nuestra superioridad racial, nos viene del alcalde Ronquillo. Este buen señor que vivió en la plaza del Real, solo salió de su hura para arrodillarse ante el verdugo centralista y extranjero, para oponerse al triunfo de las sagradas comunidades de Castilla, y para quemar –destruir- el castillo de Medina del Campo.
Desde aquella época -salvo raras y, por lo mismo, muy respetuosas excepciones, que no viene a cuento citar- todos los compañeros de mando de este temible regidor, en cuanto han visto desde el balcón del Concejo -de tres Concejos- la fachada dura y plana de la casa del antecesor histórico, hanse apresurado ciegamente a destruir bellezas del castillo, arcos, iglesias, conventos, torres y casonas y mal lo habría pasado Arévalo si alguno de estos Ronquillos en lugar de oír sonar palmadas de algún corro jaleador, hubiera oído el estruendoso berreo del rebaño. Por fortuna -lamentable fortuna- casi siempre, solo el eco ha respondido al ruido mortal de la piqueta.
Aparte de cuanto he citado, tienen que haber desaparecido de Arévalo muchas reliquias de valor artístico y religioso. De todos es sabido que ha existido otra iglesia, la de San Pedro, enclavada en el muy moro barrio del mismo nombre, y los conventos de la Trinidad y de la Encarnación. Riquezas habrían de tener; pero emprenderían un raid lejanísimo. Por lo que se ve, en todas las épocas ha habido aviones.
El ilustre pintor Chicharro, en la crónica que en su número pasado publicó LA LLANURA, debida a la pluma maestra de Hernández Luquero, visitando Santa María la Mayor, «miraba, elogiándola, la urdimbre fina, rara y un algo descolorida ya, de una tela india que hay cubriendo la entrada de una capilla».
Caso estupendo, esta tela india según mis noticias, que desearía no se confirmasen, ha volado hace algún tiempo, y de ella se han hecho unas cursis cortinas de alcoba. Doy la noticia con toda clase de reservas, y riéndome, no sé si lleno de buen humor o de asco, pensando que al hacer unas cortinas de esta tela india, se han perdido miles de duros, habiendo cortinas muy bonitas en los almacenes de la señora viuda de Ferrero y en la tienda de Sobrino y Sucesor de Genaro Rodríguez -por no ir más lejos- a siete cincuenta.
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