¡De rodillas! Ved como se recorta la brava y recia silueta de la villa de Arévalo sobre el mar polvoriento de la llanura. De rodillas, españoles... Aquellas ocho torres doradas —fuertes gigantes homéricos— representan baluartes de espíritu y de colectividad. El caserío desafía al peligro con la seguridad idealista de la adarga de Quijano, y al levantarse atrevido sobre el lomo arenoso de la paramera castellana es que fía en su poder y en su valor.
Dirá el rufián canino:
—Atravesemos por entre la gente que viste gayo ropaje pesado y rico. Pasemos tranquilos por las largas calles y las amplias plazas, la frente orgullosa bajo la gorra escarlata, el cuerpo seguro por el cielo imperial. ¿No es nuestro Emperador el muy poderoso señor Carlos I de España y V de Alemania?
Así hablaría también, pagado de sí mismo, el noble caciquil, el rastrero privilegiado. Así hablaría la cortedad innata de la caterva. Así hablarían los maniquíes civiles de aquella época despótica y triunfal, deslumbrado el rebaño por el sol mágico de la soberanía. Pero en Medina del Campo, en Salamanca, en Segovia, en Ávila, en Soria, en Cuenca, en Guadalajara, en Madrid, en Sepúlveda, en Atienza, y aún en el mismo Arévalo, levantaba serias llamaradas el rescoldo de la rebeldía y el honor. El resplandor teñía de presentimientos rojos —pólvora y sangre— la faz rugosa y parda de
la madre Castilla.
Las chispas, diabólicamente juguetonas, volaban como estrellas de presentimiento, y el humo —un humo de catástrofe y de ruina— se aglomeraba, se apelmazaba, se difundía, amenazando desvistar, difuminar, destruir.
Y Segovia —siempre tan audaz y tan joven— dio la pauta. Juan Padilla, Juan Zapata v Juan Bravo —tres personas distintas un solo Juan verdadero—sobre sus airosos corceles, desplegaron bajo el infinito azul el pendón morado de la Libertad. Y un arevalense que regía los destinos de Zandra —Rodrigo Ronquillo— detuvo el fuego rebelde a las puertas mismas de Santa María de Nieva. Nuestro paisano acaso sintió miedo por primera vez... y dio un paso atrás... Arévalo, entonces, dejó oir su canción de cuna y acogió maternal al despótico y cruel fracasado.
No escarmentó D. Rodrigo Ronquillo. Unióse a Fonseca y fueron ambos contra Medina del Campo. Medina era fuerte. Entre sus recios muros se defendían el crédito, la moneda y el valor —lo que hoy asegura el triunfo—. Y allí, el oro, como siempre, dio la final estocada a los rudos serviciales. Nuestro paisano quiso poner fuego en una hoguera, ir al absurdo, y la hoguera quemó sus ropas de servidor y sus pergaminos de leguleyo. Nuestro paisano quedó tal y como nació: hombre sin ropaje.
Duro empeño era el vencerle. El león indómito se fue a Flandes —entonces el mundo era un pañuelo de España— y Carlos V le reintegró a sus honores y a sus cargos. Bajo el recio bigote del arevalense asomaría la risa biliosa del orgulloso cruel.
Las hogueras de Castilla se apagaban. La lumbre se había ido corriendo hacia Villalar. Ronquillo allá se fue a levantar el cadalso, Bravo, Padilla, Maldonado, Acuña, llenaron de sangre la arena ingrata del desierto castellano. No sonó ni una campana. Acababa de morir el honor, la libertad, el derecho, la verdad y la justicia. El coro de las voces del rebaño se apagó en cuanto rodaron las cabezas levantiscas de los héroes. España quedó mansa y rendida a los pies de la Europa que se desentumecía.., Y sobre el letargo español alzóse poco a poco la voluntad firme y grande de los pueblos libres.
D. Rodrigo Ronquillo pasó sus últimos años solo y triste. Paseó su desgracia como un pingo de ignominia por estas calles largas y estas plazas amplias de nuestra vieja ciudad. Las torres, el castillo, los rancios caserones, los palacios ruinosos, saben de su vida postrera, de sus momentos finales...
Seguidme hasta la plaza del Real. Esa casa de portalada chata, recia y señoril, es donde nació y vivió el fatal paisano. Esa, esa es la casa del tristemente célebre alcalde Ronquillo. ¡Quien había de decirlo! La plaza donde naciera el verdugo de las libertades castellanas se llamaría, pasado el tiempo, de la Libertad. Lo que él quiso matar, cruel y despótico, envolvería su lar plenamente cómo el aire y como el sol, libres de frenos, de todos y sobre todos.
Dirá el rufián canino:
—Atravesemos por entre la gente que viste gayo ropaje pesado y rico. Pasemos tranquilos por las largas calles y las amplias plazas, la frente orgullosa bajo la gorra escarlata, el cuerpo seguro por el cielo imperial. ¿No es nuestro Emperador el muy poderoso señor Carlos I de España y V de Alemania?
Así hablaría también, pagado de sí mismo, el noble caciquil, el rastrero privilegiado. Así hablaría la cortedad innata de la caterva. Así hablarían los maniquíes civiles de aquella época despótica y triunfal, deslumbrado el rebaño por el sol mágico de la soberanía. Pero en Medina del Campo, en Salamanca, en Segovia, en Ávila, en Soria, en Cuenca, en Guadalajara, en Madrid, en Sepúlveda, en Atienza, y aún en el mismo Arévalo, levantaba serias llamaradas el rescoldo de la rebeldía y el honor. El resplandor teñía de presentimientos rojos —pólvora y sangre— la faz rugosa y parda de

Las chispas, diabólicamente juguetonas, volaban como estrellas de presentimiento, y el humo —un humo de catástrofe y de ruina— se aglomeraba, se apelmazaba, se difundía, amenazando desvistar, difuminar, destruir.
Y Segovia —siempre tan audaz y tan joven— dio la pauta. Juan Padilla, Juan Zapata v Juan Bravo —tres personas distintas un solo Juan verdadero—sobre sus airosos corceles, desplegaron bajo el infinito azul el pendón morado de la Libertad. Y un arevalense que regía los destinos de Zandra —Rodrigo Ronquillo— detuvo el fuego rebelde a las puertas mismas de Santa María de Nieva. Nuestro paisano acaso sintió miedo por primera vez... y dio un paso atrás... Arévalo, entonces, dejó oir su canción de cuna y acogió maternal al despótico y cruel fracasado.
No escarmentó D. Rodrigo Ronquillo. Unióse a Fonseca y fueron ambos contra Medina del Campo. Medina era fuerte. Entre sus recios muros se defendían el crédito, la moneda y el valor —lo que hoy asegura el triunfo—. Y allí, el oro, como siempre, dio la final estocada a los rudos serviciales. Nuestro paisano quiso poner fuego en una hoguera, ir al absurdo, y la hoguera quemó sus ropas de servidor y sus pergaminos de leguleyo. Nuestro paisano quedó tal y como nació: hombre sin ropaje.
Duro empeño era el vencerle. El león indómito se fue a Flandes —entonces el mundo era un pañuelo de España— y Carlos V le reintegró a sus honores y a sus cargos. Bajo el recio bigote del arevalense asomaría la risa biliosa del orgulloso cruel.
Las hogueras de Castilla se apagaban. La lumbre se había ido corriendo hacia Villalar. Ronquillo allá se fue a levantar el cadalso, Bravo, Padilla, Maldonado, Acuña, llenaron de sangre la arena ingrata del desierto castellano. No sonó ni una campana. Acababa de morir el honor, la libertad, el derecho, la verdad y la justicia. El coro de las voces del rebaño se apagó en cuanto rodaron las cabezas levantiscas de los héroes. España quedó mansa y rendida a los pies de la Europa que se desentumecía.., Y sobre el letargo español alzóse poco a poco la voluntad firme y grande de los pueblos libres.
D. Rodrigo Ronquillo pasó sus últimos años solo y triste. Paseó su desgracia como un pingo de ignominia por estas calles largas y estas plazas amplias de nuestra vieja ciudad. Las torres, el castillo, los rancios caserones, los palacios ruinosos, saben de su vida postrera, de sus momentos finales...
Seguidme hasta la plaza del Real. Esa casa de portalada chata, recia y señoril, es donde nació y vivió el fatal paisano. Esa, esa es la casa del tristemente célebre alcalde Ronquillo. ¡Quien había de decirlo! La plaza donde naciera el verdugo de las libertades castellanas se llamaría, pasado el tiempo, de la Libertad. Lo que él quiso matar, cruel y despótico, envolvería su lar plenamente cómo el aire y como el sol, libres de frenos, de todos y sobre todos.
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