13 ene 2010

Notas privadas para un diario de vacaciones

He recogido, a las ocho de la ma­ñana, a Nicasio Hernández Luquero, de su casa de la Plaza de la Villa. Hace ya mucho tiempo que están alborotando las campanas del Real y el día parece que está ma­duro; sin embargo acaba de apa­recer; lo que sucede es que las monjas tienen un noble e impor­tante oficio casero en Arévalo: des­corren las cortinas en la noche, con la parsimonia y delicadeza suficientes para que entre el amane­cer con su ritmo admirable, sin notarse, imponiendo discreción y mo­destia a los soberbios resplandores del sol. Cuando la luz entra casi de lleno en esa gran plataforma que es la ciudad, las monjas, hacen sonar las campanas con una santa indiscreción que no hay quien pare.

El poeta Nicasio Hernández Luquero va a estas horas a por una botella de agua a un manantial que hay en el camino de Montejo. El agua, que tiene atribuciones curati­vas, es para su hija. Para Aurori­ta. En la plaza de la Villa hiere la luminosidad; el ciprés parece uno de ésos centinelas de Dragones que hacen guardia delante de las verjas de Buckingham, y detrás de las ventanas más de una docena de pupilas siguen hasta que nos per­demos por el caño. Empiezo ya a sentir en esta entrañable plaza, —el gran patio de armas de mis primeros años— ésta picante curiosidad: ¿Cuándo la terminan? ¿Qué quie­ren hacer con ella? ¿Pero qué pasa aquí? Tengo algún miedo a mi cu­riosidad, porque no me resigno como otros a no contestarme.

El manantial está en una situa­ción de poza abandonada. ¿Pero tan escaso respeto tienen mis pai­sanos a su hígado? La extracción del agua requiere una gran expe­riencia.
Nicasio ha atado su cayada al cuello de la botella; ha pagado ésta con suavidad por la superficie del agua, esperando ansiosamente el «glu, glu», primera noticia de que las cosas van bien; pero la botella tiene que inclinarse cuarenta y cin­co grados para coger el venero.
El poeta está rojo por el esfuer­zo y por la noble responsabilidad; yo estoy más pálido que de costum­bre, porque, ciertamente, me entris­tecería que él poeta se sofocara más por el hallazgo de una botella de agua que por una Musa.
¡Oh, la, la! —como dicen, los franceses—. Ya ha conseguido la botella los cuarenta y cinco grados. De repente, se sitúa sola verticalmente, en el agua. ¡Ya está llena! A Nicasio se le abrillantan los ojos y me dedica una discreta sonrisa de triunfo (me da la sensación de que ha logrado el ultimo terceto de un espinoso alejandrino).

Nicasio conoce estos parajes muy bien. Salimos al puente del ferro­carril que construyera mi bisabuelo, el francés Santiago Bergonier. Nos recibe la perra de la casilla —infortunada carne de tren— con reglamentario mal humor. (La RENFE tiene educados en la seve­ridad hasta a los perros. Si un revi­sor, casi siempre, tiene cara de perro, esta perra de la casilla del puente de Bergonier tiene cara de revisor.) Pero todo esto sucede hasta que conoce al poeta. Los perros y los revisores tienen también su corazoncito. Saluda a Nicasio con alborotada efusión, y a mí me de­dica una atención correcta y digna. Me huele los pantalones y se va con alguna decepción. ¿Pensará, acaso, con tristeza, que en Madrid hay muy pocos perros?
El hombre de la casilla está to­mando un buen pedazo de pan con algo indefinible, Es un hombre robusto, atezado por humos de tren, por brasas de locomotoras antiguas, por todos los temporales. Pero come el pan con más tranquilidad y más apetito que yo el «sanwich» en Frigo.
El tiene una visión de la vida, y del contorno, entre el tren que llega y el tren que se aleja. Es decir: trescientos metros.
Yo, periodista, soberbio, curioso, tengo todo el mundo por contorno. El teletipo envía a mi mesa a toda hora, la noticia próxima y la noti­cia remotísima. Yo me asomo al mundo diariamente. Así estoy yo de horrorizado. Y así está este hom­bre de la casilla de tranquilo.

Hemos visto la actividad de los conejos y hemos sentido la monotonía de las norias. Hemos aspira­do el paisaje de Arévalo desde aquí, con tierna fruición, y hemos exaltado a la mujer de la casilla (a quien no hemos visto) porque tiene la puerta, de su hogar —tan humil­de, tan ingrata— llena de flores y de enredaderas.

El final ha sido dramático. Al cruzar las vías, se ha roto la bote­lla del agua. Nos hemos mirado con alguna perplejidad. En segui­da, nos hemos reído con ganas. El caminero nos ha dado una botella, y hemos emprendido el regreso al manantial. Acabo de hacer mis pri­meras y duras experiencias en la extracción de agua de ese manan­tial. (A nuestro regreso nos hemos preocupado de la botella más que de nosotros mismos.) Cuando lle­gamos a la Plaza de la Villa ya vocean los tomates y los pimientos. Las monjas del Real ya han tocado todo lo qué tenían que tocar, y has­ta es posible que se dispongan a hacer la comida del mediodía. To­davía con el aceité de los churros en la calle.

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